.....................................................................................Jacques Sergüine

s fascinante para mí leer, cuando consulto la
última en aparición de nuestras grandes obras lexicográficas, el Diccionano alfabético y analógico de Robert: AZOTAINA: Golpes que se dan en las nalgas. Dar una azotaina a un niño... Y más allá: AZOTAR: Pegar dando golpes en las nalgas. Azotar a un niño para castigarlo.

Por todos los santos, ¿qué es lo que ha podido unir, en la mayoría de las mentes, el trasero, o el uso delicioso que de él se puede hacer, con el mundo de la infancia, de manera tan estrecha que los dos ejemplos destinados a ilustrar el uso habitual, en una lengua, del primero, se refieran los dos al segundo? Dar una azotaina, una azotaina a un niño. Pero, demonios, ¿por qué no a una mujer, a la mía, a la vuestra, o incluso por qué no a un hombre, si uno se preocupa por la lógica, como es mi caso? ¡Azotar a un niño para castigarlo! Volveré luego sobre el concepto de castigo, que parece tan unido a la encantadora idea de la azotaina. Pero incluso reconociéndolo, ¿por qué precisamente a un niño? Es absurdo. Azotar a un niño para castigarlo, ¿qué quiere decir eso?
(...)
Bien. Dejemos a un lado a los vejestorios, para los cuales no escribo, y para los que no se refugian en la cálida sombra de su lencería clara los amables sexos y traseros femeninos. Descartemos también a los niños, a todo lo que sea pre-núbil y pre-púber. Me gustan los niños con locura, y ellos me correspondén casi siempre, pero soy un hombre, y para mi no se relacionan en absoluto con el erotismo ni con el amor. Deberíamos azotarlos, al parecer. El señor Paul Robert lo sugiere, así como el Littré y el Larousse, de lo cual cabría deducir que se trata de una opinión o un uso muy extendidos. Aquí y allá en los periódicos, revistas y artículos, la cuestión, siempre aludiendo a esa asociación de la azotaina y la infancia, reaparece. Un día se trata de educación, otro de América del Norte o tal vez de los anglosajones, otro de contestación, sea lo que quiera que esa palabra signifique, e incluso de complejos, traumatismos y psicoanálisis. Las mismas viejas historias resurgen en esas páginas: Jean-Jacques Rousseau, ya mencionado, aquella condesa de Ségur, nacida Rostopchine, mi tío de la Colonial y el espíritu de los colegios ingleses. Pues bien, establezcamos de inmediato que no, en absoluto, nunca, en ningún caso y bajo ningún pretexto hay que pegar a los niños. ¿Por qué? En primer lugar, por falta de sitio. Sus traseros, aunque resulten muy graciosos, son aún demasiado pequeños, ya lo ven. Y después, porque duele. Pero a una mujer, a mi mujer, ¿no le duele también? Sí, pero sucede que a ella le gusta, esa es la diferencia. Volveré también sobre este punto. Lo que afirmo, de todos modos, es que no seria útil, y por lo mismo resulta odioso, hacer sufrir a un niño, a un bebé, o de semejante forma a un perro, un gato. Ellos no pudieron defenderse: es totalmente arbitrario, por tanto, pedirles que comprendan. Por lo demás, de todos modos, si en un momento cualquiela vuestro hijo os exaspera, pegadle, Siempre será mejor que odiarle. Sencillamente, por caridad, no hagáis un drama. Que él sea el primero en no ver en el hecho sino una variación un poco picante del gran rumor del mundo: es normal y legítimo que él se esfuerce en dominar, o al menos igualar ese rumor con un ruido personal más fuerte, aunque sea a expensas de los oídos y la paciencia adultos. Que la azotaina que esa ambición y esa audacia pueden atraerle al fin no sea jamás más inesperada, más egoísta, más injusta que un chaparrón de un día de abril. Por favor, no la acompañéis de la virtud. Hablad solamente, y os entenderá: un niño, incluso un bebé, es un ser humano, ¿no es cierto? No le atropelléis, sobre todo, con vuestras disculpas, vuestras excusas, todas esas razones que nunca son sino justificaciones. Supongo que cualquiera puede entender cuál es la noción de castigo, que resulta ser de una ignominia inigualada. Un ser humano debe ser libre, lo que significa, entre otras cosas, que no debe ser humillado. Hay lluvia, igual que existe el sol, y algunos azotes pueden, en rigor, condensarse, a partir de una cierta carga, y llover también. Por experiencia sé que muchos adultos no podrán jamás bajo ningún concepto recibir de sus hijos ninguna luz, ni la más mínima educación. Bien. O tanto peor. Pero que al menos esos adultos no compongan los doce cantos de una nueva lliada, ni erijan las columnas de una religión que no quemaría incienso sino ante el dios de su propia estupidez, de su debilidad, de una flaqueza que resulta, en fin, tanto más imperdonable cuanto que siempre se disfraza de pèremitaine y croqué-fouettard2. Es a nuestras mujeres que, no siendo ya niñas, sin embargo son tan jóvenes, tan tiernas y encantadoras, y tan perversamente dulces, y tan extrañamente obstinadas, es a nuestras compañeras adorables a quienes hay que azotar. ¿Pero por qué? Quede bien entendido, en primer lugar, que no se trata ni del frenesí nietzscheano: «Si vas a ver a una mujer, llévate el látigo», axióma característico del virgen y el impotente; ni de esas sabidurías de hormiga suspicaz: «Pega a tu mujer aunque no sepas por qué: ella sí lo sabe», cuyas pretendidas y bribonas atribuciones islámicas no ocultan demasiado que emanan, y de forma bastante directa a decir verdad, de un pueblo y una civilización de grandes patanes, hombres ruines y cornudos. Realmente, la mujer también es un ser humano. Ella también goza de un alma inmortal, y se sobreentiende que su trasero formá parte de esa vida y esa alma. De formaque, o bien no amo a las mujeres, y entonces me importa un bledo su trasero, o bien si, y no querría rebajar y escarnecer su alma a costa de su trasero más que castigar éste a costa de aquélla. Por lo tanto, no hay discriminación. Ya he explicado que la noción misma de castigo me horroriza. Sin embargo soy puritano, porque creo que hay que escoger lo mejor, y resignarse gustosamente antes a lo mejor que a lo peor; porque soy enérgico, voluntario, voluntarista, e insatisfecho de todo excepto de un estado de felicidad. ¿Qué entonces, repito? Ya he dicho que una azotaina dada, me resisto a la palabra administrada, que hace pensar demasiado en un medicamento, dada pues por un adulto a otro adulto, y como de mano a mano, aunque seguramente aquélla no se extravía sino en la medida en que ésta la conduce a su propio objetivo, ya he dicho que este tipo de azotaina puede convertirse en una ocasión a la vez de acercamiento, enseñanza y placer.

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(Sergüine, fragmento de "Elogio de la Azotaina ").

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